45 días en Jarbar

Monosatírico: Una columna de Alex Valencia

78

Un grupo de hombres vestidos de naranja se enfrentan a sus respectivos lienzos, otros trabajan piezas de barro bajo suave música de piano, de entre ellos se distingue alguien más, vestido distinto, ante su respectiva obra, reflexivo, en medio del resto. Así, con la calma de ciertos momentos de creatividad artística, comienza 45 días en Jarbar, la ópera prima del artista plástico jalisciense Cesar Aréchiga, quien nos muestra el proceso de creación con un conjunto de reos de alta peligrosidad en el penal de Puente Grande.

Durante los primeros minutos nos vamos encontrando a un grupo de personajes usando manos y cuerpo para crear, dar vida; mas a poco, el contraste se va dando con los relatos de su vida, por qué se encuentran recluidos, su pensar. Y ahí cambia la cosa.

A partir de la llamada “guerra contra el narco” emprendida irresponsablemente por Felipe Calderón al inicio de su periodo como Presidente de México en 2006, la violencia desmesurada que desató llevó a los cineastas, siempre retratistas de su tiempo, a abordar el tema, la mayor parte de las veces desde una perspectiva realista al filo del tremendismo, en parte por ser eso lo más cercano a la realidad, pero también en razón de, se debe decir, la cantidad de premios y reconocimientos generados por esa fórmula en destacados festivales cinematográficos de México y el extranjero; ya no se diga de las pilas de series ensalzadoras del estilo de vida de este sector.

Pocas excepciones, como el satírico humor pasado de negro de El infierno (Luis Estrada, 2010); el peso de la incertidumbre y el miedo de Tempestad (Tatiana Huezo, 2016) o la crudeza despojada de efectismos de La libertad del diablo (Everardo González, 2017), se han separado de la fórmula probada, pero ninguna como 45 días en Jarbar, y eso se debe a una perspectiva despojada de rígidos planteamientos aprendidos en una escuela de cine; el director, personaje también, se mueve como conejo entre leones por una formación artística distinta y personalidad sensible, pero con tal sinceridad y mano que logra -junto con la mano siempre fina y acertada de su editora y co-gionista, Clementina Mantellini (Cuates de Australia, 2011; El Paso, 2016)- hacer brotar un lado totalmente distinto de personas quienes han transitado, vivido y construido la violencia del México actual. Por un momento, gracias al arte, nos han mostrado su parte humana.

En la parte media vemos al director dando consejo a un reo que pinta montañas de las cuales desciende una cascada; en ese momento vemos a un personaje escuchando atento, a quien se le notan las ganas de aprender, de la misma manera, más adelante vemos a otro tocando el piano y entonces encontramos ese rasgo, pero no perdamos el punto, están vestidos de naranja porque en algún momento tiñeron de rojo uno o varios hogares. “Y México, la neta, lo desbaratamos; y digo todos, porque también nosotros, pero hay gente que compra marihuana, cocaína”, sentencia otro de los internos.

En ningún momento se revela la identidad de los protagonistas y no es necesario; son caras de la violencia, anónimos por omnipresentes. La cara y nombre de las víctimas es lo importante, aquello por lo cual debemos tener esperanza de que los actos de gente como ellos se detengan. Y el arte nos muestra que es posible, que la cultura del narco es un espejo brillante pero distorsionado, como en el cual se miran y reflexionan al final. Aréchiga logra demostrar como en esas instancias se puede sacar nuevamente la parte humana y hacer reflexionar cómo sería el resultado si el arte se vuelve parte intrínseca del proceso educativo. Tal vez, si fuera así, en algún momento ya no habría necesidad de repetir un documental como este, tan brutalmente sincero, tan tristemente necesario.