La marcha, el debate y una evidencia más de nuestra tragedia

Corte de caja: Una columna de Luis Josué Martínez

La marcha del pasado viernes, la violencia que desató en Ciudad de México y los daños materiales que dejó a su paso, han detonado una serie de fieras discusiones en las redes sociales  -y supongo- en cientos de hogares alrededor del país.

Las posturas de uno y otro lado se han expuesto por todas partes. Intentaré, si es posible, describir ambas: quienes justifican el vandalismo en la protesta afirman que la violencia –aunque no es deseable- se entiende por los agravios que las mujeres de este país han acumulado desde hace décadas: la indignación y la rabia no nacieron el viernes.

Han pasado lustros desde que México se convirtió en un cementerio feminicida y un Estado que lejos de procurar la protección de las mujeres ha sido indiferente ante su dolor y sólo ha exhibido su incapacidad para atender esta tragedia.  Sería prudente recordar que la del 16 de agosto no es la primera marcha feminista en la historia de esta nación, fue una movilización más de miles.

Activistas, abogadas, maestras, doctoras, estudiantes, enfermeras, amas de casa y un largo etcétera se han cansado de gritar auxilio “por las buenas” y ante la desesperación e impotencia, un grupo de ellas decidieron hacerlo “por las malas”.

En contraste, quienes condenan la destrucción de paredes en la estación del Metrobús Insurgentes y las pintas en el Ángel de la Independencia sostienen que la violencia nunca se justifica; consideran que este tipo de actos, lejos de contribuir a las causas del movimiento feminista, sólo generan eso, más violencia. 

Las peticiones de empatía ante la desesperación femenina les suenan huecas pues para muchos resulta incongruente que un movimiento donde se pregonan conceptos como equidad, respeto y no violencia, exija sus derechos en una movilización donde no sólo se dañaron inmuebles, sino que hubo agresiones físicas.

Hay hipótesis que apuntan a una filtración en la marcha: los golpes que sufrió un reportero y otros actos violentos habrían sido provocados por “grupos de choque”, enviados desde el  gobierno de la Ciudad de México o algún grupo político para deslegitimar la marcha. Sobre esto me permito arrojar una rama más a la fogata de esta discusión: ¿teoría de la conspiración o duda razonable?

El resultado: un debate necesario en este país sobre las causas del movimiento feminista y las ámpulas que provoca en muchos sectores. Un sinfín de ideas, teorías, indignación y enfado en todos los bandos. Desde mi punto de vista: más preguntas que respuestas.

Quienes coincidimos con la primera postura hemos pasado los últimos días intentando convencer “al otro bando” sobre la gravedad de la crisis que el país  vive en materia de violencia de género. No es que celebremos el vandalismo en la marcha, es que nos indigna más el contexto de vulnerabilidad en el que viven las mujeres en México.

No queremos que haya más violencia, pero entendemos que, en más de un sentido, este es un Estado que nos ha fallado a todos, y que en una cultura de por sí machista, misógina y sexista, ellas están aún más solas que nosotros. El coraje tiene un porqué.

Las cifras oficiales que muestran un mayor número de homicidios en hombres descontextualizan el debate, pues la indignación no se debe a que se maten más mujeres, la rabia es por el contexto en el que ellas mueren: los feminicidios son actos directamente ligados a su género y la situación de desventaja en la que nacieron: una distorsión social por donde se le vea. Las mujeres son asesinadas como resultado de circunstancias en las cuales nunca –o muy raramente- moriría un hombre.

“La maté porque estaba hasta la madre de que me pidiera dinero para el niño”, les dijo Fernando de 24 años a los elementos de la Policía Ministerial de San Luis Potosí que lo interrogaron luego de haber sido detenido por el asesinato de su ex novia Viviana Elizabeth Vázquez Gutiérrez, cuyo cadáver con el cráneo destrozado fue encontrado en la ex Hacienda La Parada en noviembre de 2016. Así me lo contó off the record un alto mando de esta corporación en diciembre de aquel año.

Por otra parte, los indignados por pintas, golpes y vidrios rotos, nos han querido convencer el último fin de semana de que se puede dividir a las feministas en las “buenas que no hacen destrozos” y “las malas revoltosas”.  Hay hombres –y hay que decirlo- también mujeres, que les cuesta sentir la misma rabia de aquellas que el viernes pasado vandalizaron monumentos y edificios. O tal vez sí la sienten, pero tienen un carácter que les permite canalizar el enojo de otra forma, o quizá piensan que hay un dejo de exageración en la furia feminista; que son grupos manipulados o adoctrinados; que la situación no es tan grave, o que es igual de delicada para ellas que para nosotros.

He leído y escuchado frases como etas: “la violencia y lo que hicieron no va a servir de nada”,  “estos movimientos son modas que se copiaron de otros países”, “¿así quieren igualdad, exigiendo justicia, pero dañando a otros sin recibir consecuencias?”, “no se puede pedir justicia con violencia”.

Personalmente –y tal vez es por lo que vi como reportero en varias marchas- creo que las movilizaciones sociales deben verse con nombres, apellidos e historias. Detrás de cada mujer que sale a la calle para protestar hay un abuso, una desaparición, un agravio o violación. Claro que como en todo movimiento puede haber farsantes o aprovechados, pero pienso que son la excepción. En su mayoría, cada una de ellas, de alguna forma u otra, han sido víctimas. ¿No valdría la pena escucharlas primero y juzgar después? Deslegitimar un movimiento en el que convergen tantas situaciones y personas –cualquiera que sea el argumento- me parece injusto. Son seres humanos, son mujeres.

Por eso pienso que ha hecho falta darle otra dimensión a la reflexión: tal vez esté pecando de iluso pero quiero pensar que en el fondo, en ambos bandos de la discusión, subsiste el mismo anhelo: construir un país más justo. Probablemente lo que falta es encontrar acuerdos, trabajar en la empatía, saber escuchar las posturas y definir un mismo objetivo. Sé porque lo he visto, que en los dos ejes hay personas decentes pero que han fallado en la búsqueda de puntos comunes, quizá estos sólo se puedan localizar a través del diálogo y la disposición a despojarnos, todos, de nuestros prejuicios.

Más allá de las responsabilidades repartidas a nivel individual en hombres, mujeres, familias, e instituciones, las cuales no deben dejar de trabajarse y exigirse; es fundamental recordar que  si hemos llegado hasta este punto es resultado de un Estado que ha fracasado en sus funciones más elementales: brindar seguridad y justicia.

La marcha del viernes y todo lo que ha ocurrido alrededor es sólo una evidencia más de la tragedia que ha marcado a nuestro país en lo que va del siglo: la violencia sin control, la ausencia de gobierno y la falta de Estado de derecho.

Las pintas y destrucciones del viernes quizá no habrían ocurrido en un país sin tantos agravios acumulados de injusticia e indiferencia gubernamental; la marcha tal vez habría sido distinta o no tendría razón de ser en un contexto de auténtica equidad y respeto; las mujeres que marcharon se habrían quedado en su casa, o en cualquier otro lugar, si vivieran en un país donde la estadística no muestra que una de ellas sufre cada dos horas de violencia machista, que 1,199 han sido asesinadas este año y que las atenciones por acoso sexual se han incrementado 25 por ciento de 2018 a 2019. La sensación de abandono e injusticia sería menor si en México 96 por ciento de las carpetas de investigación levantadas por los ministerios públicos no quedaran impunes. Muchas mujeres no se sentirían enfurecidas con los hombres si nuestra cultura mexicana no se especializara en “premiar al macho” desde pequeño.

Cabría recordar que la división no les conviene a ellas, ni a nosotros… ni a nadie. Si alguien sale beneficiado de esto es sólo ese grupillo de personas que cada tres o seis años  piden nuestro voto para después criminalizar a quienes hacen uso de su derecho a alzar la voz, aplicar leyes selectivamente, no escuchar los reclamos de la ciudadanía, ver los espacios de autoridad como pretextos para hacer grilla y jugar al poderoso, o como fue en el caso de Claudia Sheinbaum, proteger a los policías acusados de violar a una de las mujeres por quienes, se supone, la jefa de gobierno juró guardar la ley.