Ayotzinapa, cinco años de un laberinto

Corte de Caja: Una columna de Luis Josué Aguilar

Si treinta millones de mexicanos dieron su voto y confianza a Andrés Manuel López Obrador fue, en gran medida, por la esperanza que despertó el discurso anticorrupción del hoy presidente. Más allá de cualquier afinidad ideológica muchos ciudadanos confiaron en que el tabasqueño buscaría transformar de raíz los empantanados paradigmas de la justicia mexicana.

Esta es una nación estigmatizada desde hace décadas por la corrupción e impunidad, pero el sexenio de Enrique Peña Nieto fue la gota que derramó el vaso.

La voracidad y arrogancia de gobernadores de todos los partidos, la indiferencia de los Secretarios de Estado ante hechos emblemáticos como las casas de Luis Videgaray y Angélica Rivera; el “fiscal carnal”, Virgilio Andrade y su investigación patitio, el desastre mortal del Paso Exprés, el tren México-Querétaro, el aún interminable México-Toluca, la Estafa Maestra, y muchos casos más, hastiaron a una sociedad que a través del voto sacó una vez más al PRI de la presidencia y le dio un enorme poder a López Obrador.

En ese desastre llamado gobierno peñanietista la historia de los 43 normalistas de Ayotzinapa es quizá el símbolo más conspicuo de todo lo que está mal en este país. Esta tragedia exhibió, como nunca antes, la ineficacia del gobierno federal, la torpeza de los gobiernos locales, la intromisión del crimen organizado en las instituciones públicas y los pésimos procesos de impartición de justicia en todo el país.

A cinco años de los hechos, el laberinto iniciado en Iguala la noche del 26 de septiembre de 2014 está lejos de resolverse y se torna cada vez más complejo. No obstante, el gobierno federal y en especial la Fiscalía General de la República tienen en este caso la oportunidad de mostrar que van en serio en la lucha por generar un “auténtico Estado de Derecho”, algo que debería ser prioritario y trascendente para una administración que se jacta de representar “la cuarta transformación de la vida pública de México”.

El gran reto para la FGR a cargo de Alejandro Gertz Manero no es lograr “grandes detenciones” ni meter a un “pez gordo” a prisión. Su real cometido sería conseguir que la justicia deje de ser selectiva en este país y se aplique sin distinciones. Una de sus principales metas debiera ser que las autoridades encargadas de aplicar la ley sean independientes de los intereses políticos y también de la mano del Ejecutivo Federal. El presidente de la República -sea quien sea- no debe ser el fiel de la balanza en ningún proceso judicial.

Casos como la Estafa Maestra y Odebrecht tienen que investigarse con absoluta pulcritud jurídica, de lo contrario ocurrirá lo de siempre: cualquier juez argumentará que ante las violaciones al debido proceso los vinculados tendrán que ser absueltos (aunque pudieran ser culpables).

¿Qué es una violación al debido proceso? Cualquier cosa que vulnere las garantías de los detenidos o que vaya contra los protocolos y estándares básicos de una investigación profesional. Claro ejemplo: las confesiones obtenidas bajo tortura.

El expediente de los normalistas y su desaparición en Iguala está plagado de este tipo de inconsistencias. De los 142 detenidos a la fecha han sido liberados 77 (y pronto podrían ser más), Fueron torturados o se violaron sus derechos, esto pone en duda sus declaraciones, y por tanto, entorpece todo proceso para obtener justicia. Esta es una de las razones por las cuales muchos –incluido el actual gobierno de la República-  no creen en la “verdad histórica” que planteó la PRG de Jesús Murillo Karam.

El documento “Ayotzinapa II” que en su momento presentó el Grupo Interdisciplinario de Expertos Independientes (GIEI) expone que hay suficientes indicios para confirmar que en toda la investigación hubo casos de maltrato y tortura pero que nunca se documentaron de forma correcta. Tampoco se aplicaron a tiempo los Protocolos de Estambul.

Entre las declaraciones conseguidas de manera forzada está la de Gildardo López Astudillo “El Gil”, presunto líder de Guerreros Unidos, quien habría ordenado el levantamiento de los estudiantes y que fue liberado el pasado 2 de septiembre.

A pesar del completo desastre de esta investigación el titular de la FGR Alejandro Gertz, el actual fiscal especial del caso Omar Gómez Trejo, y el subsecretario de Derechos Humanos de la Segob, Alejandro Encinas, se han comprometido a entregar las respuestas que el país y los padres de los normalistas llevan cinco años buscando. Esto representa un reto gigante pues implica prácticamente rehacer el expediente. Algo que después de tanto tiempo parece no sólo complicado sino imposible.

Sin embargo, el compromiso está ahí. Si la voluntad política de este gobierno es real y va más allá de la grilla y las pugnas de poder, la noche triste de Iguala podría convertirse en la brújula para encontrar un camino que permita iniciar una limpieza en el sistema de impartición de justicia mexicano.

El presidente López Obrador ha dicho en muchas ocasiones que su “fuerte no es la venganza” ni se perseguirá a ex servidores públicos como parte de una “cacería política”. Hasta hoy la detención de Rosario Robles tiene más tintes de lo último. Por otra parte Emilio Lozoya sigue prófugo y la lista de funcionarios que serían susceptibles de investigación es una carpeta abultada en el escritorio de Gertz Manero.

Pero esto va más allá. Hay que insistir en lo que representó (y sigue representando) la noche del 26 de septiembre de 2014 en Iguala. En ese municipio el crimen organizado no era una amenaza a la autoridad, era parte de esta. El grupo criminal Guerreros Unidos trabajaba para el alcalde José Luis Abarca. La detención y posible homicidio de los 43 normalistas no habría sido el primer crimen del edil.

En 2015 los estudiantes de la maestría en Periodismo del CIDE analizaron el expediente del caso realizado por la Fiscalía de Guerrero, descubrieron que a mediados de 2013 José Luis Abarca asesinó a Arturo Hernández Cardona, activista de Iguala y líder de Unidad Popular (UP) que encabezó distintas movilizaciones con el fin de exigir al presidente municipal la entrega de fertilizantes y distintos apoyos para los campesinos de la región. Como parte de las protestas, los integrantes de la UP pintaron el Palacio Municipal en varias ocasiones con consignas hacia Abarca.

Reproduzco el pasaje de su homicidio, reconstruido en el expediente de la fiscalía guerrerense y rescatado por los alumnos del CIDE:


-¿Quieres una cerveza? -preguntó José Luis Abarca.
-No, yo tomo mezcal, como la gente humilde -contestó Arturo Hernández Cardona, mientras era sometido en el suelo.
-¿Qué tanto estabas chingando con el abono? Te daba gusto pintar mi ayuntamiento, ahora yo me voy a dar el gusto de matarte -amenazó Abarca, que sostenía un arma larga.

Los cómplices del alcalde de Iguala -entre ellos Felipe Flores Velázquez, director de seguridad pública municipal- levantaron del suelo a Hernández Cardona y lo llevaron al borde de una fosa.

Abarca levantó el arma y le disparó al lado izquierdo del rostro. El cuerpo -aún con vida-­ no cayó por completo en el agujero; tuvieron que empujarlo.

Flores Velázquez le dijo a Abarca:
-Métele otro putazo para que se lo lleve la chingada, porque ya va a llover.

Más de un año antes de la desaparición de los estudiantes de Ayotzinapa, el alcalde de Iguala y su director de seguridad pública ejecutaron a un activista. La Fiscalía de Guerrero entregó estos expedientes al gobierno federal.

El presidente Enrique Peña Nieto, su secretario de gobernación Miguel Ángel Osorio Chong, y su entonces procurador Jesús Murillo Karam, sabían que el municipio guerrerense era gobernado por un asesino y no hicieron nada. De haber aplicado la justicia quizá hoy no tendríamos ese rompecabezas que hirió de por vida a 43 familias y fracturó irremediablemente al país.

A cinco años de los hechos y con una investigación desastrosa la situación se torna cada vez más incierta, pero si es verdad que el gobierno de la autoproclamada 4T quiere transformar a México, podría empezar por garantizar una nueva investigación transparente, hacer un auténtico trabajo de reingeniería que permita erradicar los procesos judiciales que violan derechos humanos, así como fomentar la independencia de la Fiscalía General de la República y del Poder Judicial. Pero sobre todo, tienen que asegurar con acciones y no palabras que México tiene la oportunidad de convertirse en un país donde los ciudadanos pueden sentir la confianza de que sus autoridades trabajan para protegerlos, no para violentarlos, perseguirlos, secuestrarlos, mucho menos matarlos. No hacer algo en este renglón dejará en el simple papel cualquier indicio de “gran transformación”.