Tras media hora de espera, pasa la ruta de camión que le acerca a su destino. Son las once de la mañana de un día común y el transporte va casi vacío. El conductor, sin embargo, no tiene cambio, le dice que espere. Él va y se sienta dos filas atrás de la entrada.
Las calles transcurren de manera lenta. Algunas personas las transitan con la fastidiada sensación de la rutina, nada que indique un cambio en su destino; la chica que lleva los tacones en la mano y calza tenis para no atorarse en el adoquín de las calles, el tendero que saca un bote para proteger su área de estacionamiento, la anciana que pide dinero en la misma esquina hace años. Todos interpretan un rol previamente asignado y que no cambiará con el tiempo. Así es lo que les ha tocado de vida.
Las personas suben y bajan del transporte, nada pasa que pida poner atención en ello; el chofer mira por el retrovisor y le dice que ya tiene listo su cambio; él se levanta, lo toma y vuelve a su lugar a mirar por la ventana.
Minutos después repara en algo; ha subido una chica, tal vez veintitantos años. Ella da un vuelco. Habla en voz alta con el conductor, quien también ha cambiado de actitud y se muestra alegre e interesado en la charla, que versa de qué problema son los hijos, tan caro que es ir al doctor, pero hay uno que le ha atendido bien y cobra poco, ahí lleva a sus hijos y aconseja que hagan lo mismo. Hay una chispa de vida en la queja constante pero divertida de la mujer. Él sonríe.
Pasado un tiempo el camión está a punto de llegar a su terminal, las calles se han vuelto veredas rodeadas de árboles cenizos por la tierra y el descuido. En medio de una huerta, pide la parada y baja por la puerta de atrás. Camina algunos metros al fondo antes de encontrar una buena piedra debajo de un enorme pirul de brazos extendidos. Se sienta y por un momento duda si aún será buena idea colgarse de esa rama que ahora del sol lo protege.
